Es más fácil que muchas personas compartan en un primer momento las razones por las que organizarse si se basan en una idea vaga y abstracta. Sin embargo, renunciar al desarrollo ideológico, a analizar colectivamente las causas concretas por las que hacemos lo que hacemos, trae consigo algunos problemas muy extendidos en el movimiento popular actual. Se ha dado prioridad a ganar fuerzas creciendo cuantitativamente, pero a costa de la definición de la estrategia, de la orientación hacia los objetivos que nos llevaron a organizarnos en un primer lugar.
En este artículo, abordamos la relación entre las tareas que surgen fruto de priorizar la acumulación de fuerzas y las tareas que permiten el desarrollo ideológico. Defendemos que, en el momento actual, estas últimas deben ganar mayor importancia de la que han tenido hasta ahora si queremos superar algunas carencias que venimos arrastrando demasiado tiempo.

En un artículo previo, calificamos como «reformistas radicales» a aquellos colectivos en los que conviven una radicalidad en el discurso y una práctica desvinculada de sus objetivos a largo plazo, que se plantean siempre en abstracto. Nos referimos, por ejemplo, a aquellos colectivos que se proponen acabar con el capitalismo, pero sin analizar exhaustivamente este modo de producción y sin examinar cómo se relaciona ese objetivo (el fin del capitalismo) con lo que el colectivo hace diariamente.
Lo que encontramos es una falta de planificación a medio y largo plazo, de definición de cuáles son los fines y cuáles son los medios, una desconexión entre lo que hacemos y para qué lo hacemos. Esta desconexión no ocurre solo en los colectivos reformistas radicales: podemos encontrarla en buena parte del movimiento popular. Nuestra práctica diaria no siempre está subordinada a unos objetivos finales que nos orientan.
De hecho, las razones por las que nos organizamos a menudo se expresan sólo en abstracto: por el derecho a la vivienda, por el fin de la opresión de género, por el fin del capitalismo… Sin una comprensión científica de estas realidades y sus condiciones de superación, la lucha por estos objetivos se convierte en un juicio moral contra el presente, pero no en una guía hacia el futuro. Nos encontramos con opresiones y nos enfrentamos a ellas como mejor sabemos, pero no consideramos como parte de esa lucha la tarea de trazar un plan para superarlas.
Tengamos algo claro: ninguno de estos objetivos por los que luchar es utópico. Escribimos este artículo desde la convicción de que la clase trabajadora organizada es capaz de llevarlos a cabo. Pero, para poder conseguirlo, hay algunas inercias muy presentes actualmente que deberíamos cambiar. La lectura que hacemos es que en los movimientos populares de Madrid vivimos no sólo un momento de reflujo, de pérdida de fuerzas, sino también de profunda desorientación.
Fuerza y orientación
Si nos organizamos es para algo. La organización nos permite actuar con más fuerza y mejor orientación: con más fuerza porque el trabajo que puede sacar adelante un colectivo organizado y los conflictos que puede plantear están a una escala completamente distinta si los comparamos con lo que puede hacer cada uno de sus miembros por separado; y con mejor orientación, porque la realidad no se nos presenta como es, y sólo la elaboración colectiva del problema al que nos enfrentamos nos permite saber qué hacer. Sólo en colectivo podemos ver más allá de las apariencias, comprender las causas de la opresión y la coyuntura en la que ésta ocurre. Es así como podemos trazar una estrategia que vincule nuestra práctica en el presente con la superación de esa opresión en el futuro.
Las tareas que priorizan la acumulación de fuerzas (que el colectivo crezca cuantitativamente) y las tareas que nos permiten mejorar nuestra orientación (a las que vamos a llamar desarrollo ideológico) pueden entrar en contradicción. Es decir, pueden producirse una a costa de la otra.
Cuando hablamos del desarrollo ideológico, nos referimos a definir con mayor precisión la opresión contra la que luchamos, abordando su origen y su lugar en la coyuntura actual. Por dar un ejemplo, centrándonos en el movimiento por el derecho a la vivienda:
¿El problema de la vivienda tiene que ver con la falta de vivienda pública y social? ¿Qué podemos hacer, entonces, para que el Estado español construya suficiente vivienda social? ¿Por qué no lo ha hecho ya? ¿O el problema tiene que ver con la propiedad privada? ¿Qué implica una sociedad sin propiedad privada? ¿Cómo se relaciona esto con el modo de producción capitalista y con el trabajo asalariado?
La respuesta que demos a este tipo de preguntas debería orientar nuestra práctica diaria. Cómo entendamos la base del problema afecta a lo que hacemos, a cómo nos explicamos a nosotras por qué lo hacemos y a cómo lo explicamos hacia fuera del colectivo.
Pero responder a estas preguntas puede ir en contra del aumento de nuestras fuerzas, ya que nuestros colectivos son heterogéneos en mayor o menor medida. Si abordamos cuestiones que en apariencia (y sólo en apariencia) no se relacionan directamente con el problema contra el que luchamos, podemos encontrar desacuerdos tan importantes que rompan la unidad de acción.
En definitiva: el desarrollo ideológico puede amenazar la cohesión si dicha cohesión se ha construido ignorando estas diferencias de base. Podemos estar de acuerdo en que los desahucios nos parecen terribles y queremos que no lleguen a producirse, pero revisar por qué se producen y qué podemos hacer realmente para evitarlos puede llevar a que afloren diferencias que antes no estaban presentes.
Para no correr este riesgo, solemos funcionar por acuerdos de mínimos. Hemos hablado en «Los límites del asamblearismo» sobre este tipo de práctica y sus limitaciones. Dependiendo del caso, un acuerdo de mínimos puede cumplir con los objetivos para los que nace, pero detectamos que, muy a menudo, la falta de desarrollo ideológico vuelve frágiles e impotentes a los colectivos o coordinadoras que recurren a ellos sin pensarlo dos veces.
Hay una segunda cuestión: el trabajo que requiere el desarrollo ideológico puede llevarnos un tiempo y unas fuerzas que no tenemos, o que necesitamos dedicar a tareas más urgentes. Así, el desarrollo ideológico puede llevar a una «parálisis por el análisis», a dejar pasar problemas inmediatos que necesitan respuesta y a los que sólo nosotras podemos responder. Además, estos debates no tienen por qué llevar a nada. Puede que no lleguemos a ninguna decisión relevante y que terminemos haciendo lo mismo, pero habiendo perdido un tiempo valioso.
La conclusión ante estas dificultades suele ser que no hay motivos suficientes para dedicarnos al desarrollo ideológico del colectivo. Que si hemos terminado actuando como lo hacemos es por algo, y que vivimos un momento de reflujo en el que bastante conseguimos con mantenernos a flote. Pero, ¿estamos manteniéndonos a flote, o hundiéndonos lentamente?
A dónde vamos
Las reticencias de las que acabamos de hablar son razonables hasta cierto punto. No surgen de la nada, sino de problemas reales. Pero la contradicción entre acumular fuerzas y mejorar la orientación funciona en las dos direcciones. La falta de desarrollo ideológico trae consigo unas carencias que están muy presentes en el movimiento popular actual, y que tampoco podemos obviar.
Para empezar, desatender el desarrollo ideológico significa utilizar como brújula la conciencia espontánea. Es decir, guiarnos por «lo que cada cual trae de casa», sin dotarnos entre nosotras de unas herramientas de análisis similares, más allá de formaciones esporádicas. Esta forma de actuar puede parecer horizontal y democrática: no se le imponen unas ideas determinadas a nadie que entre por la puerta, sino que toda persona que quiera participar puede hacerlo. Pero, en realidad, funciona al contrario.
La falta de una postura político-ideológica clara y consensuada significa que quienes participan por primera vez no comparten una base común desde la que comprender el problema al que nos enfrentamos y los objetivos que tenemos. Esto influye en que terminemos por funcionar mediante liderazgos informales, basados en el carisma o la experiencia, y que no tienen ninguna necesidad de rendir cuentas. No actuar conscientemente sobre «lo que cada cual trae de casa» hace que, para muchas personas, las posibilidades de participación disminuyan.
Si el objetivo de todo esto es evitar desacuerdos, debemos reconocer que no siempre funciona. Por mucho que intenten evitarse debates complicados, las ideas del colectivo no son independientes de su práctica. Por ejemplo, si un colectivo por el derecho a la vivienda tiene como objetivo defender a sus integrantes que okupan, a toda persona que participe se le va a imponer que la okupación es un medio legítimo para acceder a una vivienda. Y esto es razonable.
No importa que no se aborden directamente, este tipo de desacuerdos terminan por salir a la luz, y lo hacen en el peor de los escenarios. En colectivos sin mecanismos ni experiencia para hacerles frente, lo que podría haber sido un debate sosegado se enquista hasta que estalla. Una de las carencias organizativas a las que lleva desatender el desarrollo ideológico es la falta de cauces para la crítica, de momentos donde abordar los desacuerdos en cuestiones de fondo y tomar decisiones al respecto. Se trata de una ausencia importante de democracia interna.
Ante esta desorientación, la rutina se impone, y la práctica diaria se convierte en un fin en sí mismo. Queremos que venga más gente a la asamblea, pero no tenemos claro para qué. Esto tiene consecuencias graves. No sabemos a dónde vamos, y vemos cómo se queman compañeras valiosas que dedican mucho tiempo a acciones que no pueden vincular con los objetivos que les llevaron a organizarse en un primer momento.
Nuestras tareas
Antes de evaluar qué hacer ante todo esto, debemos reconocer que no estamos en un momento de auge. El movimiento popular es menos numeroso y menos heterogéneo que a principios de la década de 2010. En esta situación de pérdida de fuerzas, las amenazas de embarcarnos en trabajar en el desarrollo ideológico son mucho menores que años atrás: menos gente fuera nos escucha, y quienes estamos dentro tenemos convencimientos más similares.
En este momento de reflujo, sigue siendo urgente dedicar esfuerzos al desarrollo ideológico, y precisamente ahora podemos corregir las carencias que antes hemos mencionado a un coste mucho menor que el que hubiera tenido hacerlo en otro momento. No para aislarnos y renunciar a crecer cuantitativamente, sino para poder empezar a crecer sin los límites que hemos arrastrado hasta ahora. Esto significa contar con un trabajo común para entender con precisión a qué nos enfrentamos, con una práctica diaria que podamos vincular a nuestros objetivos y con mecanismos que nos permitan evaluar lo que hacemos y aprender mediante la autocrítica.
Debemos entender que esto no es incompatible con mantener la cohesión del colectivo, ni implica imponer debates estériles. Es posible conservar la unidad de acción y beneficiarse al mismo tiempo de los conocimientos que el colectivo tiene y que adquiere constantemente en la lucha. Para conseguir esto, la clave la tiene la forma de organización. En un artículo próximo sobre el centralismo democrático desarrollaremos con mayor profundidad esta idea.
Cada colectivo que nos lea se reconocerá en distinta medida en las inercias que hemos descrito, porque este no es un análisis de ninguna organización en particular, sino de tendencias generalizadas. En cualquier caso, debemos tener claro que la definición de un plan a largo plazo vinculado con nuestras acciones en el corto plazo es una tarea ineludible. Sin él, sólo podremos avanzar a ciegas, ideológicamente dependientes de la socialdemocracia o, en ocasiones, de proyectos directamente reaccionarios, sin importar la vehemencia con la que se rechacen en nuestras asambleas a miembros de Podemos o de Frente Obrero.
Contamos con la experiencia de décadas de lucha, y es nuestra responsabilidad aprender de ellas y valorarlas críticamente. Los objetivos por los que luchamos no pueden ser un brindis al sol, sino una guía para actuar.