El impacto negativo que la producción contemporánea tiene sobre la naturaleza es, a estas alturas, ampliamente reconocido. La alteración de los ciclos biogeoquímicos del agua, del carbono y del nitrógeno (entre otros) acarrea eventos catastróficos: sequías, inundaciones, huracanes, polución atmosférica, acidificación oceánica, agotamiento del suelo… Si bien estos son fenómenos naturales con los que la humanidad ha convivido desde su origen, su frecuencia y magnitud se están viendo modificadas por efecto de la actividad económica. Los fenómenos naturales extremos, que antaño constituían una oscilación azarosa de un proceso natural relativamente estable, se han vuelto consecuencia directa habitual de la producción humana. A esto tenemos que añadirle los diversos tipos de residuos no biodegradables que se acumulan indefinidamente tanto en la tierra como en las aguas, fenómeno causado específicamente por la actividad humana e igual de preocupante.

La ruptura a escala global entre los ciclos naturales y los de la producción humana es un fenómeno específicamente capitalista. Hasta la llegada de este sistema socioeconómico, las fuerzas productivas nunca habían alcanzado una magnitud capaz de alterar las dinámicas globales del medio en el que se desarrollaban. Este desarrollo tecnológico sin precedentes se vio empujado por la acumulación capitalista, dinámica esencial e inseparable de la “economía de mercado” (que es como llaman los economistas acomplejados al capitalismo). Y es precisamente porque este sistema no puede funcionar de otra forma, no puede desviarse de la acumulación ciega e infinita de capital, que los efectos destructivos de la industria no pueden evitar consumir insosteniblemente los recursos naturales finitos de los que disponemos.
El movimiento obrero que se toma en serio a sí mismo, es decir, el que aspira a tomar el control de la producción (y no sólo a mendigar un reglamento legal soportable para su propia explotación), se ve obligado a reconocer que la gestión de estos problemas es parte del legado que le deja el capitalismo. Aunque sea la acumulación capitalista la causa y sostén del efecto nocivo de la producción y reproducción social sobre la naturaleza, no hay garantía de que el uso de estos medios de producción existentes para satisfacer las necesidades reales de la población sea inmediatamente sostenible y estable. Todo apunta, de hecho, a lo contrario.
El papel del capitalismo y el mito del ‘desarrollo sostenible’
Quedarse en decir que el capitalismo es responsable de una problemática relacionada con la producción (en este caso, la contaminación) es una afirmación completamente estéril si no se exponen los mecanismos concretos mediante los cuales esto ocurre. Afirmar que las consecuencias de la producción son “en realidad” culpa del modo de producción aclara entre poco y nada.
Estamos acostumbradas a la lectura incorrecta de titulares sensacionalistas tal que “las 100 empresas más grandes producen el x% de la contaminación mundial”. Lo que es en realidad una pura consecuencia de la concentración de la producción, resultado inevitable de la competición entre capitalistas, se lee en clave moral. Como si la actividad de dichas empresas no la llevasen a cabo trabajadores; como si los productos asociados a esa contaminación no los consumiesen trabajadores. Pues claro que allí donde se concentra la producción se concentran las fuentes de contaminación. No podía ser de otra forma, y la socialización/nacionalización/estatalización de empresas contaminantes no resuelve el impacto ambiental de las mismas si no es mediante el esfuerzo consciente de hacerlo. La socialización de la producción es necesaria, pero no suficiente; la cuestión medioambiental necesita ser un aspecto consciente de las condiciones bajo las que se impondrá dicha socialización.
¿Por qué decimos que es estrictamente necesario socializar la producción para que esta sea sostenible? No es algo intuitivo, como demuestran la creciente cantidad de agentes sociales que claman a una ‘transición ecológica’ dentro del marco capitalista (o, en su variante más explícitamente burguesa, ‘desarrollo sostenible’). Sin embargo, ninguna de las piruetas mentales que se realizan en nombre de estos conceptos puede esquivar las dos premisas incontestables que las desmontan: el carácter finito de los recursos naturales disponibles en el planeta, y la imposibilidad de pausar el ciclo de valorización del capital. Estas afirmaciones, completamente irreconciliables, dejan fuera de la realidad a cualquier pretensión de “capitalismo verde”, tome el nombre que tome.
Que los recursos naturales están limitados no es un problema futuro e hipotético. El ejemplo más claro, debido a su papel central en la producción, es que las reservas de petróleo mundiales tienen las décadas contadas (las reservas fácilmente extraíbles, al menos). No obstante, el mismo problema ocurre con los metales raros necesarios para mantener la producción de las energías renovables; y esto sin entrar al hecho de que muchas tecnologías dependientes de motores de combustión no tienen análogo verde. El agotamiento de los recursos naturales, dificultando y encareciendo gradualmente su extracción, es una realidad del futuro inmediato.
En cuanto a la segunda premisa: ¿podría la economía capitalista ceñirse a los ritmos naturales del planeta, dando lugar a algo digno de ser llamado ‘desarrollo sostenible’? Con nuestro conocimiento del funcionamiento del sistema capitalista, podemos afirmar que no. El ciclo de valorización del capital no es una decisión consciente que pueda regularse votando en la ONU, si no que constituye la lógica impersonal y autónoma sobre la que se construye la sociedad capitalista en su totalidad. En este sistema, el concepto abstracto de “desarrollo” sólo puede concretarse en el autodesarrollo del ciclo de valorización capitalista. La competición entre productores por obtener la mayor rentabilidad valorizando sus capitales individuales seguirá intacta mientras la producción y el consumo sean mediados por el comercio. Lo cual es, nuevamente, como decir nada: pues claro que mientras sigamos dentro del capitalismo no habrá forma de frenar el ciclo de valorización del capital ni sus consecuencias. Y, sin embargo, aquí estamos, viéndonos obligadas a escribir obviedades; rodeadas de anticapitalistas que basan su práctica política en la suposición (implícita, nunca reconocida) de que todos los problemas inherentes al capitalismo se pueden arreglar dentro del mismo.
Cualquier intento de reconciliar el sistema capitalista con una producción sostenible pasa por la negación más infantil de algún elemento fundamental de la realidad.
Implicaciones políticas. Los principios y la técnica.
Que una economía sostenible sea imposible de alcanzar dentro del modo de producción capitalista no quiere decir que este sea un tema del que podamos desentendernos hasta “después” de superar el capitalismo. El proceso de construcción del socialismo pasa por una racionalización de la producción en la que todos los aspectos de la misma dependan de la satisfacción de las necesidades de la sociedad. La relación del hombre con la naturaleza está implícita en ese proceso, como todos los demás aspectos: “¿qué hay que producir?” y “¿en qué cantidad hay que producirlo?” no son problemas aparte de “¿cuánto puede soportar el ecosistema este tipo de producción sin comprometer su habitabilidad?”, sino que son aspectos de exactamente el mismo problema.
Evidentemente, no es el propósito de este artículo especular ni el qué, ni cómo, ni cuánto habrá que producir en una sociedad socialista hipotética. Pero sí que podemos anticipar, dada la magnitud de las fuerzas productivas existentes, que el impacto ambiental será uno de los criterios fundamentales a considerar. Y teniendo esto en cuenta, se pueden señalar algunas cuestiones:
- Los medios de producción existentes, desarrollados bajo las lógicas de acumulación capitalista, pueden y deben ser aprovechadas para satisfacer las necesidades de la población de la forma más eficiente e inocua posible. Cualquier suerte de ‘anti-industrialismo’ deberá ser señalado como lo que es: una glorificada vuelta al agrarismo feudal de pequeñas comunidades, tan inverosímil como indeseable.
- Queremos que la economía sea sostenible, es decir: la producción de nuestros medios de vida de hoy no puede apoyarse sobre la destrucción del lugar donde viviremos mañana. Es inevitable tener un impacto en nuestro entorno, pero está en nuestros propios intereses mantener su habitabilidad a largo plazo.
- Cualquier pretensión “ecologista” no nace de una responsabilidad moral abstracta para con las plantas y los animales: queremos un entorno habitable y punto. Aire limpio, acuíferos no contaminados, bosques de tamaño estable que no arden cada verano, espacios verdes cerca de nuestras viviendas… Todas estas cosas las queremos en la medida en que está en nuestros mejores intereses como personas que quieren vivir sin sufrir innecesariamente, no porque sea más “justo” ni más “natural”.
- De la misma forma que nos aprovecharemos de los medios de producción que nos lega el capitalismo, también debemos servirnos del conocimiento científico actual sobre el impacto natural de la producción como punto de partida para nuestras consideraciones. Que los informes técnicos desarrollados por organismos internacionales estén destinados a coger polvo en un cajón no quiere decir que su contenido no nos sea valioso. Rechazar de plano este tipo de conocimiento porque lo ha comisionado la Unión Europea no es menos infantil que rechazar de plano toda industria porque la ha desarrollado un capitalista. Como en todo, el primer paso es una evaluación crítica de lo existente.
- Las preocupaciones ecologistas van cobrando fuerza como vector de politización de las nuevas generaciones. Sería un error político completamente incomprensible que los socialistas se muestren hostiles ante el interclasismo de su conciencia espontánea, en vez de educarlas en el carácter de clase del problema.
- El decrecimiento del que tanto se habla no ha de ser indiscriminado ni uniforme. Decidir qué ramas de la industria requieren más desarrollo y cuáles requieren reducir su capacidad es otro de los aspectos del proceso consciente de socialización de las fuerzas productivas.
Alcanzar una relación metabólicamente estable con la naturaleza siempre fue una de las tareas del socialismo. Y el impacto de los medios de producción contemporáneos ha hecho que esta consideración pase de ser un pie de página, a una cuestión política de primer orden.
Conclusión
Al capitalismo no le quedan continentes por conquistar. Occidente lleva repartiéndose y re-repartiéndose los recursos naturales del sur global desde hace más de un siglo. Ya sólo queda intensificar la explotación de los países imperializados hasta que el ahogamiento de la tasa de ganancia se haga sentir cada vez más apretadamente en los centros imperialistas en los que vivimos.
Si aceptamos la existencia de la lucha de clases como premisa (y, desde luego, nosotras lo hacemos), la única fuerza que se opone a la ciega valorización del capital es la resistencia de las masas explotadas, sin cuyo trabajo nada puede funcionar. No existe otro agente en el sistema capitalista que pueda hacerse valer por encima de los intereses del capital. Las diferentes fortunas que componen el capital competirán inexorablemente por imponerse las unas sobre las otras, aumentando al máximo sus beneficios a expensas de los recursos humanos y naturales. Recursos que necesitan explotar más eficientemente que sus adversarios si quieren prosperar; eficiencia que se mide, por supuesto, en el porcentaje de retorno de la inversión. Independientemente del sufrimiento que acarreen.
La superación del capitalismo no va a caer del cielo. No va a simplemente ocurrir. El socialismo es algo que tiene que construirse, algo por lo que hay que luchar. Sólo la organización autónoma e independiente de la clase obrera puede mediar entre los principios de los revolucionarios y la obtención de sus objetivos. Esto aplica a la cuestión de la naturaleza tanto como a cualquier otra, puesto que, como hemos expuesto, es parte del problema general de la construcción del socialismo. Es difícil imaginar la forma exacta que tendrá una organización capaz de atender a estos problemas en el Estado Español, porque no hay ni una que esté cerca de llenar esos zapatos. Pero ese es exactamente nuestro trabajo: construirla.